Psicología
ambiental: interfase entre conducta y naturaleza
Erick
Roth U.
Psicología y Medio Ambiente
Si bien es posible encontrar antecedentes conceptuales de
la relación entre psicología y medio ambiente, en la década de los años
cuarenta, en el trabajo pionero de Kurt Lewin (Lewin, 1951) y en el de algunos
de sus discípulos (Barker y Wright, 1955), sus avances teóricos son muy
recientes y datan de sólo hace dos o tres décadas. En este período, hemos
presenciado el advenimiento de una serie de interdisciplinas interesadas en
establecer interfases conceptuales y empíricas entre la psicología y las ciencias
ambientales, principalmente con la ecología. Algunas
de ellas, fértiles
en contribuciones fueron la psicología ambiental, la geografía conductual, la biología social,
la ecología humana, la
ecología conductual, la arquitectura psicológica y la antropología y sociología urbanas.
Ciertamente todas estas interdisciplinas consideran como
objeto de estudio el comportamiento humano en su contexto
físico-social inmediato; sin embargo,
sus enfoques y aproximaciones varían grandemente, y lo hacen no sólo en
atención a la especificidad de las disciplinas que las conforman, sino también
porque ensayan niveles de análisis, escalas y enfoques diferentes.
Tómese como ejemplo el caso de la psicología ambiental –a
la que nos dedicaremos de aquí en adelante–, donde la existencia de dos
aproximaciones o enfoques proporcionan también resultados diferentes. Uno de
estos enfoques enfatiza la variable ambiental como influencia determinante del
comporta- miento, mientras que el otro, analiza más bien los efectos de la
conducta en el medio ambiente
físico y natural.
En ambos casos,
la relación entre
el objeto de la psicología y el medio ambiente es evidente, aunque la naturaleza del dato en
consideración es diferente. El diagrama que se presenta a continuación ilustra
esta distinción.
No pocos autores
han ensayado definiciones de la Psicología Ambiental; Aragonés y
Amérigo (1998) hacen un completo recuento de las más importantes. Todas sin excepción destacan la relación
entre el individuo y su entorno; algunas de ellas enfatizan
exclusivamente relaciones con el entorno físico (Heimstra y McFarling, 1978;
Holahan, 1982; Gifford,
1987), otras incorporan lo social como parte del medio
ambiente (Stokols y Altman, 1987; Veitch y
Arkkelin, 1995), y las menos consideran también al ambiente natural (Bell, Fisher, Baum y Greene, 1996).
Algunas
definiciones enfatizan procesos cognitivos, experienciales y emocionales
(Darley y Gilbert, 1985), mientras que otras recalcan más bien procesos
conductuales, entendiendo conducta desde una perspectiva más inclusiva de los
procesos psicológicos (Holahan, 1982 y Bell, Fisher, Baum y Greene, 1996).
Si bien estas definiciones
presuponen tácitamente una relación de ida y vuelta del individuo con su medio
ambiente (Gilfford, 1982, habla de “transacciones entre individuos y el medio
ambiente” y Darley y Gilbert, 1985, menciona las “influencias interactivas”
entre ambos elementos), ninguna de ellas expresa abiertamente la necesaria
diferenciación que debe hacerse entre conducta determinada y conducta
determinante.
Por ello quizá sea necesario
delimitar ambos dominios de la psicología ambiental, valiéndonos de una
definición que integre todos los elementos constitutivos de la interdisciplina:
De esta manera, la psicología
ambiental debería precisarse como la interdisciplina que se interesa por el
análisis teórico y empírico de las relaciones entre el comportamiento humano y
su entorno físico construido, natural y social. Dichas relaciones pueden asumir
dos modalidades; una que ubica la conducta como efecto de las propiedades
ambientales y otra que la sitúa como causa de las modificaciones de éste.
En tanto interdisciplina, esta
definición enfatiza la necesidad de que la psicología ambiental incorpore los
aportes provenientes de otras disciplinas, particularmente de las ciencias
socio-ambientales (ecología, arquitectura, urbanismo, sociología, diseño, geografía,
etc.). No debe olvidarse que la validez de un objeto teórico de conocimiento
depende de la manera en que puede relacionarse con otros objetos de otras
disciplinas específicas que también se proponen estudiar analíticamente un
segmento de la realidad.
Asimismo, tipifica el medio
ambiente en términos inclusivos, cuidando de no dejar fuera el contexto
natural, dominio en el que el comportamiento humano representa un papel
extraordinariamente importante.
El concepto de relación entre
el comportamiento y el medio ambiente debe merecer una consideración especial.
Aquí concretamente describe una inter- conducta (Kantor, 1959; Ribes y López,
1985) que pone de relieve la interacción misma como objeto de interés primario
de la psicología y que evita la dualidad conducta-ambiente como dos eventos
independientes en transacción mecánica que establece conducta como simple
actividad y ambiente como simple objeto que suscita actividad. Desde esta
perspectiva, la “relación” prevé el concepto de interdependencia entre campos
de relaciones sincrónicas. Por lo tanto, como menciona Willems (1973) la
conducta es una propiedad del sistema más que un atributo del individuo. Y en
la misma dirección Proshansky y colaboradores (1978), afirmaban que existe sólo
un medio ambiente total, del cual el hombre es simplemente un componente en
relación con sus otros componentes. El hombre, nos decía, no existe excepto en
sus relaciones con otros componentes.
La definición considera,
además, que la psicología ambiental debe permitir una aproximación analítica a
su objeto como corresponde a una aproximación científica al estudio de la
relación propuesta. Finalmente, la definición sugerida recalca la diferencia
que existe entre aquellos estudios que exploran la conducta humana como variable
dependiente o como efecto de las características o condiciones ambientales, y
los que la analizan como variable independiente o determinante de procesos
ambientales particulares. Esta distinción expresa, permite a la psicología
ambiental asumir no solamente su rol tradicional (di- seño y planificación
ambientales, uso del espacio, territorialidad, percepción y cognición, etc.,
destacado en la mayoría de los trabajos publicados hasta ahora), sino también
terminar de incursionar en el terreno fértil del estudio de la conducta
ambientalmente responsable al que los investigadores de este campo se asoman
aún muy tímidamente.
Antecedentes de la Psicología Ambiental
Si bien –tal como comentamos al inicio de este
trabajo– existen en las publicaciones de Lewin y algunos de sus colaboradores
más próximos, antecedentes de la preocupación por las relaciones hombre-medio
ambiente, sobre todo relacionadas con el “espacio vital” (ciertamente
vinculadas a la teoría de campo), el término “psicología ambiental” habría sido
utilizado por primera vez por Brunswik (Aragonés y Amérigo, 1998) durante la
década de los años cuarenta, al especular en torno a procesos perceptivos
relacionados con el entorno inmediato de los individuos.
Posteriormente. Una propuesta más articulada surge
con los trabajos de Barker y Wright, bajo el nombre de “psicología ecológica”,
a fines de los años cuarenta. Estos autores brindaron especial atención al
concepto de “contexto conductual” (behavior setting)1 y a la teoría del manning2.
En los Estados Unidos, durante los años sesenta
surgieron varias iniciativas y espacios de discusión sobre los problemas
planteados por la relación conducta-ambiente: congresos y conferencias, como la
llevada a cabo sobre Psicología Arquitectónica y Psiquiatría en 1961en Utah;
publicaciones periódicas como el número monográfico dedicado a cuestiones
ambientales del Journal of Social Issues de 1966; o la conformación de
asociaciones científicas como la Asociación de Investigación para el Diseño
Ambiental (EDRH), en 1968. Asimismo, un año después, se edita el primer número
de la revista Environment and Behavior.
Paralelamente en Europa, particularmente en
Inglaterra, se registraron también una serie de eventos de los que el más
importante sin duda fue la creación de un postgrado de la especialidad en la
Universidad de Surrey.
Posteriormente, durante los años setenta, apareció
la publicación de Proshansky y colaboradores (Proshansky, Ittelson y Rivlin,
1970, primera edición en inglés, traducida al español en 1978 por la Editorial
Trillas de México) –considerada un hito en el desarrollo de la interdisciplina–
recopilando una importante cantidad de trabajos realizados en años precedentes,
bajo el título genérico de Psicología Ambiental. Junto con este trabajo se
conocieron otros no menos importantes de Altman (1975) y Altman y Rogoff
(1987), aportando con reflexiones sobre la relación hombre-medio, a propósito
del creciente deterioro de la calidad ambiental y por lo tanto de la calidad de
la vida en los países desarrollados.
Casi inmediatamente después, la American
Psychological Association (APA), crea su División 34, denominada “Población y
Psicología Ambiental”, con lo que se formaliza en ese país la existencia de
la interdisciplina.
En los primeros años de la década de los ochenta,
se empieza a editar el Journal of Environmental Psychology y posteriormente,
una serie de títulos que actualmente constituyen ya clásicos de la psicología
ambiental. Entre ellos, las publicaciones de Russel y Ward (1982), Holahan
(1986, traducida al es- pañol por Editorial Limusa, 1990), Seagert y Winkel
(1990), Stokols (1995) y Sundstrom y Cols (1996) y particularmente el Manual de
Psicología Ambiental, editado por Stokols y Altman (1987).
Si bien estos antecedentes certifican el proceso
de desarrollo de la psicología ambiental en las últimas décadas, así como la
vitalidad actual de la interdisciplina, dejan al descubierto el énfasis puesto
en la relación medio ambiente-conducta, relegando a un segundo lugar el
análisis y reflexión de aquellos procesos que se centran en la relación
conducta-medio ambiente. El resultado ha sido un evidente déficit de aportes
teóricos y empíricos relativos a la influencia de los patrones de conducta de
individuos, grupos e instituciones sobre el medio físico-natural en el que se
desenvuelven.
Sólo muy recientemente, es posible encontrar
autores cuyo interés se encuentre centrado en lo que ha dado en llamarse la
conducta ambientalmente responsable. En este sentido son interesantes e
invalorables los aportes de Cone y Hayes (1980), el de Suárez (1998), el de
Stern (1992a, 1992b) y los de McKenzie-Mohr y Smith. Estos autores se han
preocupado por aspectos vinculados a la conservación del medio ambiente, a
través de la modificación consistente del comportamiento individual, así como a
través de la consideración de las actitudes, valores, creencias, entre
otros procesos.
A continuación, describiremos brevemente, las
tendencias y los logros más evidentes, patentizados por ambas lógicas de la
psicología ambiental
Influencias medio ambientales en la conducta
En el primer caso, donde la conducta opera como
variable dependiente, los aportes son abundantes y sus representantes han
centrado su atención en el estudio de los determinantes ambientales del
comportamiento nutriendo de esta manera, la orientación ambientalista (casi
siempre en oposición a la innatista) en psicología. La influencia del medio
ambiente en la conducta ha sido expresada con diferentes énfasis, dando lugar
al menos a tres concepciones: el determinismo ambiental, el posibilismo
ambiental y el probabilismo ambiental.
El determinismo ambiental constituye una postura
fatalista, muy popular en el siglo XIX, íntimamente ligada a la teoría
evolucionista y legada por la visión aristotélica del mundo. Esgrimía la idea
de que el clima, el suelo y los recursos naturales ejercían un efecto
definitivo en la conducta humana, dando lugar
al acomodo de algunas concepciones poco serias como el de la
superioridad del habitante de las zonas frías del norte con respecto a la
“indolencia” de los pobladores de las áreas calientes del sur, por ejemplo. El
determinismo se hacía patente al afirmarse que el sólo hecho de vivir en
ciertas latitudes bastaba para que se configure un comportamiento particular.
Los escritos sobre antropogeografía de Ratzel, en los años de 1880 son
especialmente ilustrativos en este sentido. Asimismo, son famosos los estudios
que relacionan las tendencias suicidas con la duración de la luz solar, las
bajas temperaturas y la presión atmosférica, esfuerzos que a la fecha aún no
son concluyentes (Pokorny y Cols, 1963).
El posibilismo ambiental por su parte emerge como
una lógica reacción a los postulados extremos del determinismo. Así esta
postura concibe el ambiente como el medio a través del cual el hombre tiene o
no acceso a las oportunidades para su crecimiento personal. El medio ambiente
establece las limitaciones que el individuo debe vencer equipándose
adecuadamente para ello con suficiente tecnología, capital, destrezas y una
organización eficiente. En este sentido, el posibilismo es una apertura para
fortalecer la doctrina del libre albedrío y más tarde se constituirá en
refuerzo de la visión antropocentrista de la naturaleza.
Finalmente, el probabilismo ambiental postula la
vigencia de leyes que regulan las relaciones entre la conducta y el medio
ambiente; dichas leyes otorgan valor determinante al contexto, dependiendo de
los otros valores que forman parte del complejo situacional. Así, dado un individuo
A, con atributos constitucionales y genéticos a, b y c, que actúa en un
ambiente X, con características d, e y f, y una motivación general M, muy
probablemente (pues nunca hay certidumbre total) se comportará de manera Z
(Porteous, 1977). De hecho, el probabilismo ambiental inaugura una gran dosis
de incertidumbre en relación con el estudio de la conducta de los organismos y
propone disiparla valiéndose del rigor metodológico en un abordaje integral y
sistémico.
Quizá el aporte más influyente a la psicología
ambiental, que toma a la conducta como producto de las condiciones
medioambientales, haya sido el de Proshansky y sus colaboradores (1978).
Aparentemente lo más destacable de este
trabajo habría sido el esfuerzo por entender las influencias físicas y sociales
del contexto circundante del individuo, permitiendo los aportes de otras
disciplinas ajenas a la psicología. A partir de entonces, fueron posibles
relaciones tales como “arquitectura conductual”, “psicología ecológica”, “ecología
conductual”, “diseño ambiental”, etc. establecidas por la contribución de
psicólogos, ingenieros diseñadores, planificadores sociales, ecólogos, arquitectos,
etc., aportando con mayor realidad e integridad al estudio y la solución de los
problemas relacionados con el comportamiento humano.
Ittelson y otros (1974) hacen casi 30 años
destacaba la propiedad integradora y sistémica de esta interdisciplina:
Debería quedar claro que la psicología ambiental
no es una teoría del determinismo. Considera al hombre no como un producto
pasivo de su ambiente sino como un ser orientado hacia metas que actúa sobre su
medio ambiente y al hacerlo recibe
también su influencia. De esta manera, en el intento de cambiar el mundo, el
hombre se cambia a sí mismo. El principio que guía a la psicología ambiental es
el que llamamos de intercambio dinámico entre el hombre y su contexto. La
concepción tradicional de un medio ambiente fijo al que el organismo debe
adaptarse o perecer, es actualmente reemplazado por la visión ecológica que
enfatiza el rol de los organismos de crear su propio ambiente (p. 5).
El diseño ambiental
La modalidad de la psicología ambiental que
focaliza su interés en la conducta ambientalmente determinada ofrece
interesantes avances tecnológicos evidenciados en materia de diseño ambiental,
toda vez que al ser la conducta una función ordenada de las condiciones
ambientales, los arreglos en la con- formación física del contexto inmediato
del comportamiento, lo afectarían para configurarlo en una u otra dirección.
La aplicación sistemática de este principio ha
conducido a los especialistas a conseguir importantes logros en el campo de la
modificación del comportamiento a partir del diseño de espacios físicos como el
de escuelas (Krasner, 1980), hospitales y centros de salud comunitarios (Jeger,
1980), cárceles (McClure, 1980); o en el campo de la planificación urbana
(Porteus,1977).
El diseño ambiental puede entenderse como un área
de estudio y aplicación, preocupada por el estudio de las condiciones
necesarias para iniciar y mantener las actividades humanas, así como para desarrollar
mecanismos de intervención de tales condiciones para generar los cambios
deseados, tanto mediante la manipulación o configuración de estructuras físicas
como a través de la disposición de procesos de solución de problemas y toma de
decisiones. Desde esta perspectiva, medio ambiente se entiende como aquellas
condiciones físicas (incluye el medio natural y el ambiente construido) y
sociales en las que el ser humano se comporta y con las que se relaciona.
Ciertamente, esta propuesta relaciona el diseño
ambiental con los postulados y práctica del análisis del comportamiento, en el
sentido de que diseñar el ambiente puede entenderse también como una manera de
disponer las contingencias físicas y sociales para alterar la probabilidad de
comportarse de una manera en particular. Por ejemplo, nuestra reforma educativa
está promoviendo la construcción de aulas y mobiliario que, a través de una
nueva concepción espacial, permitan el relacionamiento cara a cara de los
alumnos para fomentar una mayor participación e intercambio de experiencias
personales. Ciertamente, las estructuras convencionales de las aulas educativas
determinan las condiciones físicas y sociales para reducir la interacción
social durante el proceso de aprendizaje, situación inadmisible para el proceso
educativo. En este sentido, se asume que una nueva disposición del ambiente
físico traerá como consecuencia la optimización de la conducta académica.
De manera similar Kerpen y Cols. (1976) asumieron
que el ambiente físico constituía en sí mismo un instrumento terapéutico y que
por lo tanto puede ser manipulado para cambiar la naturaleza y distribución del
comportamiento de un hospital psiquiátrico. De esta manera demostraron que el
ambiente físico puede generar nuevos patrones de actividad orientados a estructurar
las interacciones adaptativas entre personas. De la experiencia en el diseño de
espacios terapéuticos, surgieron las siguientes categorías de análisis:
Identidad/privacidad: que destaca la
individualidad y la territorialidad como necesidades humanas básicas y que
obliga a distinguir entre los espacios personales y grupales.
Trabajo/recreación/descanso: los pacientes deben
alternar entre ambientes de juego o distensión y trabajo que favorezcan su
autoexpresión. Esta diferenciación contraviene las condiciones que prevalecen
en instituciones totales.
Estética. Los usos creativos de la forma, el
espacio, la escala, el color y la textura, favorecen los ambientes estimulantes
y acogedores.
Seguridad. Los requerimientos de seguridad
dependen tanto de la calidad de la respuesta humana como de las condiciones
arquitectónicas. Todo contexto terapéutico necesita de espacios o áreas
destinadas a la seguridad de pacientes y personal especializado.
Existen también antecedentes sobre la manipulación
intencionada de elementos físicos del ambiente (iluminación, color del
contexto, ruido, temperatura y disposición espacial) con el propósito de
optimizar el comportamiento laboral y mejorar los niveles de productividad de
los empleados. Los resultados de este tipo de estudios se han utilizado en la
formulación de normas de diseño para ambientes construidos. En este sentido,
son pertinentes los trabajos de Boyce (1975), con relación a las influencias de
la luminosidad sobre el rendimiento; el de Cohen y Weinstein (1981), referido a
los efectos del ruido sobre el trabajo; el de Azer, McNall y Leung (1972),
relacionando temperatura ambiente y ejecución laboral; y el de McCormick (1976)
que explora los efectos de la disposición espacial del contexto construido.
Finalmente, quizá sea interesante añadir que, con
el propósito de llevar a cabo mediciones precisas del rendimiento en ambientes
físicos, se ha desarrollado el método de la elaboración de los “mapas conductuales”.
Itelson, Rivlin y Proshansky (1976) aplicaron este procedimiento para
determinar la densidad de ciertas conductas emitidas por diferentes individuos
en determinados espacios físicos. Dicho procedimiento consiste en registrar el
número de individuos que manifiestan una conducta determinada en cada sub-área
ambiental. Previamente se elabora una lista de categorías conductuales que
cubren la mayor parte de las conductas que se manifiestan en el contexto que se
estudia. Además de anotar el comportamiento, el observador registra la
ubicación específica del sujeto en el ambiente, en cada intervalo de observación.
La información que se obtiene con este procedimiento
puede utilizarse de diferentes maneras. Así, por ejemplo, el estudio de los
flujos de compradores en los supermercados, llevó a determinar las áreas de
mayor circulación o convergencia, lo que posibilitó tomar decisiones de
mercadeo de productos. Por otro lado, los estudios de flujo vehicular suelen
permitir tomar medidas para descongestionar el tráfico de motorizados en
ciertas horas pico.
Cogniciones ambientales
Uno de los temas más difundidos relativos al estudio
de la psicología ambiental, desde la óptica de la causalidad contextual, es la
cognición. Por cognición ambiental debemos entender los conocimientos,
imágenes, información, impresiones, significados y creencias que los individuos
y grupos desarrollan acerca de los aspectos estructurales, funcionales y
simbólicos de los ambientes físicos, sociales, culturales, económicos y
políticos (Moore y Golledge, 1976, citado por Aragonés, 1998).
Ciertamente, esta definición apunta a la noción de
“mapas cognitivos”, término acuñado por Tolman a propósito de sus trabajos de
aprendizaje con sujetos infra- humanos y utilizado ampliamente por Lynch (1960)
en el estudio de la imagen social de las ciudades. En psicología ambiental, un
mapa cognitivo es un constructo que refleja procesos que explican la
adquisición, almacenamiento, codificación, recuperación y manejo de la
información proveniente del ambiente físico y de su estructura espacial; constituye
un marco de referencia ambiental.
Los mapas cognitivos han sido muy utilizados para
estudiar las representaciones urbanas, su configuración espacial y estructura,
tal como son percibidas por los individuos (distintividad, visibilidad, uso y
significado simbólico), así como la orientación durante el desplazamiento.
Si bien aún no existe conocimiento completo acerca
de la naturaleza de los procesos cognoscitivos comprendidos en la elaboración
de los mapas cognitivos ni sobre su ajuste o modificación en el tiempo y sobre
la base de la experiencia, los investigadores han podido llegar a precisar
algunas influencias interesantes. Por ejemplo, los estilos de vida de la gente,
el grado de familiaridad, la condición social, el grado de participación en actividades
comunitarias y las diferencias de género parecen influir diferencialmente sobre
la percepción del espacio que habitan.
Emoción y medio ambiente
Otro tema que ha ocupado a los psicólogos ambientales tiene que ver con la
experiencia emocional del ambiente (Corraliza, 1998), es decir
el estudio de aquellos procesos a través
de los cuales
el espacio físico
adquiere significado para el individuo (qué es para una persona
un lugar determinado). El análisis del significado supone una valoración personal del ambiente, aspecto íntimamente relacionado con la
experiencia emocional. Así, el estudio del significado tiene como marco de
referencia el análisis de los patrones perceptivos que desencadenan respuestas
emocionales con respecto a un contexto físico determinado. Un ejemplo típico es
la reacción de temor que suscita el encontrarse en espacios urbanos que permiten
la lectura de señales de alta actividad delincuencial.
Autores como Russell, Ward y Pratt (1981),
estudiaron una serie de descriptores-indica- dores afectivos asociados al medio
ambiente, sobre la base del diferencial semántico. Los resultados muestran la
posibilidad de establecer perfiles afectivos de los estímulos ambientales,
utilizando factores tales como: agrado, activación, impacto y control. La
información producida por estos estudios tiene una utilidad potencial en el
marco del trabajo que actualmente se despliega para explicar la conducta
ambientalmente responsable o las actitudes pro ambientales.
Otras fuentes importantes de información sobre
aspectos emocionales asocia- dos al medio ambiente constituyen los estudios
sobre estrés ambiental producido por el exceso de estimulación física como el
ruido o las aglomeraciones, por ejemplo (Cohen, Evans, Krantz y Stokols, 1980)
Territorialidad
Si bien el estudio de la territorialidad ha sido
principalmente alentado desde las corrientes etológicas que se aproximaron con
mayor soltura a la consideración de la conducta animal y sus determinantes
biológicos-instintivos, este fenómeno dista mucho de ser únicamente una
expresión de las especies más elementales. Es absolutamente evidente la
manifestación de la territorialidad en el hombre, la misma que se expresa como
una forma de ejercer control tanto sobre el contexto físico-natural inmediato,
como sobre el espacio simbólico- convencional que establece el individuo. El
primero es objetivo, mientras que el segundo resulta más arbitrario.
De esta manera, el territorio puede ser tanto una
vivienda o un bosque tropical, como una actividad que se asume como
jurisdicción, sobre la que se sienta un derecho de ejercicio exclusivo en un
contexto particular; por ejemplo, el ejercicio de la medicina es un territorio
vedado para otros profesionales no médicos.
La territorialidad se fundamenta en la provisión
de seguridad para la supervivencia (seguridad material y psicológica), e
identidad (en sentido de búsqueda de individuación: la pregunta “¿quién eres?”,
a menudo significa “¿de dónde provienes?”) de la persona o el grupo. Por lo
tanto, el concepto de territorio se encuentra asociado a las nociones de
defensa y personalización, ambos considerados mecanismos de control territorial
(Altman, 1970).
Es interesante advertir cómo la territorialidad
constituye materia de interés de la psicología ambiental, toda vez que un
ambiente físico construido, natural o simbólico considerado como territorio,
puede llegar a tener influencia directa en la configuración del comportamiento
humano. Por ejemplo, el territorio contribuye al desarrollo de la identidad
personal, social, cultural y a la gama de manifestaciones humanas de ella
derivadas. Asimismo, el territorio permite la conducta gregaria de quienes lo
comparten y evoca acciones de integración, solidaridad, pertenencia y defensa
militante ante cualquier amenaza actual o potencial. En consecuencia, el
territorio es capaz de generar comportamiento comunitario, organización social
y fortalece los roles socioculturales de quienes lo asumen como propio.
Ciertamente, el estudio de la territorialidad se
muestra fecundo para dilucidar la naturaleza del comportamiento ambientalmente
determinado y por lo mismo para reforzar el campo del diseño ambiental.
Influencias conductuales sobre el medio ambiente
El otro gran capítulo de la psicología ambiental
tiene que ver con el estudio de las relaciones conducta-medio ambiente, tomando
aquella como determinante de los efectos ambientales; es decir, con el análisis
de las repercusiones ambientales del ejercicio de la conducta sobre éste. En
dicho contexto, la variable ambiental resulta dependiente del comportamiento,
el mismo que queda definido a partir de sus consecuencias sobre el entorno
natural.
Por lo tanto, es posible identificar dos clases de
conducta: conducta protectora, responsable o pro-ambiental y conducta
destructiva, irresponsable o degradante. Ambas se definen por sus efectos
contextuales. Pertenecen a la primera clase, todo comportamiento encaminado a
aliviar o solucionar problemas ambientales que caen en alguna de las siguientes
categorías: estéticos, de salud y de manejo sostenible de los recursos
naturales. Por otra parte, pertenecen a la segunda clase, las conductas que
atentan o agudizan los problemas referidos a los mismos aspectos arriba
señalados. Ejemplos de dichas conductas son la alteración del paisaje, toda
acción que contamina el suelo, el aire, el agua y que atenta contra la vida de
plantas y animales; y todo comportamiento que como consecuencia propicia la
degradación de los recursos naturales, como aquellos patrones pro- ductivos o
tecnológicos ambientalmente poco adecuados.
Conducta ambientalmente responsable
Si bien los aportes teórico-conceptuales y
empíricos en relación con esta aproximación de la psicología ambiental no son
tan abundantes como los que se pueden encontrar en el estudio de las relaciones
medio ambiente-conducta, existen actualmente contribuciones muy relevantes. Un
ejemplo de ellas es la publicación de Cone y Hayes (1980), orientado
principalmente al tratamiento de las alternativas tecnológicas (ingeniería
conductual) para la solución de problemas bien conocidos del espacio ambiental.
Estos autores señalan que la conducta ambientalmente destructiva sobreviene
cuando el individuo se involucra en comportamientos que, si bien tienen
consecuencias reforzantes a corto plazo, generan consecuencias colectivamente
punitivas a largo plazo. Así, por ejemplo, el uso excesivo de la calefacción
produce consecuencias inmediatas relacionadas con la obtención del calor y la
eliminación del frío en la vivienda; no obstante, a largo plazo, el uso
excesivo de calentadores aumenta la emisión de gases de invernadero que
contribuyen al calentamiento de la atmósfera.
El razonamiento tiene una impecable lógica
descriptiva; sin embargo, en el plano explicativo este análisis deja algunas
interrogantes, pues existen razones para dudar que las consecuencias punitivas,
que pueden darse lugar de manera tan remota con respecto al comportamiento que
las genera, puedan adquirir influencia sobre un comportamiento alternativo. En
otras palabras, la sola promesa de una lejana debacle ambiental tiene problemas
para gobernar la conducta ambientalmente responsable en el momento actual. La
razón harto conocida es que existe una lógica dificultad (aunque no una lógica
imposibilidad) de “enlazar contingencialmente” lo que se hace ahora con lo que
el hacerlo produce al cabo de digamos, diez o veinte años.
Por lo tanto, parecería necesario explicar tanto
el comportamiento protectivo como el destructivo, acudiendo a circunstancias
que se encuentran inmersas en el contexto y la experiencia inmediatas del
individuo. En efecto, si uno elige apagar la calefacción de su vivienda, con el
argumento de que ello tendrá con- secuencias positivas sobre el medio ambiente,
no podemos asumir que dicha elección esté bajo el control de contingencias
naturales tan remotas como la que emerge de la promesa de una adecuada calidad
ambiental en los próximos años. La conducta en cuestión no puede ser explicada
a partir de un efecto indirecto que sólo podrá constatarse al cabo de mucho
tiempo de haberse emitido. La regulación del consumo energético, para reducir o
evitar consecuencias remotas sobre el calentamiento planetario, tiene que ser
más bien analizada a partir de las consecuencias inmediatas que este comportamiento
genera.
Sería más lógico sostener que dicho comportamiento
responsable se encuentra bajo el control de contingencias actuales de otra
índole; por ejemplo, la íntima satisfacción de saberse solidario y coherente
con sus convicciones ambientalistas, el sentimiento actual que acompaña al
convencimiento de haber contribuido a lograr una atmósfera más limpia y sana
para todos, el haber eludido el juicio crítico de su grupo social próximo, o
simplemente la reducción de la cuenta por concepto de consumo energético, etc.
La experiencia nos ha enseñado el valor de los
eventos contextuales en la explicación de la vigencia de ciertos patrones de
conducta. Así, es posible que el comportamiento de ahorro de energía pueda
deberse también a la presencia de señales que surgen de la “lectura” del medio
ambiente inmediato. De esta manera, para algunas personas, encender la chimenea
en un medio cuya atmósfera se encuentra altamente contaminada, es ciertamente
menos probable que hacerlo allí donde el impacto ambiental de dicha conducta
sea menor o menos evidente. Asimismo, un ambiente sucio parece “dar licencia”
para arrojar basura; por el contrario, un ambiente limpio e impecable generalmente
restringe todo comportamiento encaminado a ensuciarlo.
No obstante, esta “lectura” sólo es posible para
quienes estuvieron expuestos a ciertas experiencias con la contaminación
atmosférica; es decir, quienes la sufrieron en carne propia o quienes tuvieron
acceso a información concreta sobre la relación “quema de leña-emisión de gases
de CO2-efecto invernadero-calentamiento global-calidad de vida”.
En algunos casos, es también posible que las
normas (como eventos discriminativos), representen un papel importante en la
explicación del comportamiento ambientalmente responsable, en virtud de su
relación funcional con sanciones o incentivos. De esta manera, alguien puede
privarse de quemar leña en observancia a una disposición municipal, aún sin
entender las razones de dicha norma y en ausencia de cualquier convicción ambientalista
que gobierne sus decisiones en materia de manejo de la energía domiciliaria.
Recientemente, algunos autores (McKenzie-Mohr y
Smith, 1999) han propuesto que la presencia o ausencia del comportamiento
ambientalmente relevante, debe explicarse a partir del efecto suscitado por
otras conductas que ejercen funciones que las facilitan o interfieren. En este
caso, la persona hace una valoración de la conveniencia de involucrarse o no
con acciones protectoras o poco responsables –según sea el caso– auscultando el
valor personal que éstas puedan representarle. Por ejemplo, la elección de
movilizarse en transporte público para llegar al trabajo, en lugar de utilizar
el automóvil propio (que sabemos es una opción ambientalmente relevante), puede
competir (y sucumbir) con el convencimiento de que el viaje en autobús demanda
excesivo tiempo y que éste puede ser mejor capitalizado en compañía de la
familia.
Por otra parte, la idea de recuperar los envases
vacíos de aluminio puede verse fortalecida por la perspectiva de su venta y por
la consecuente obtención de un beneficio pecuniario.
Aquí, como en el caso anterior, el análisis pasa
por la consideración de las consecuencias de comportarse de una u otra manera.
Sin embargo, la diferencia estriba en que, en este enfoque, se pone especial
énfasis en la valoración de dichas consecuencias y en la respectiva toma de
decisiones, lo que añade un componente cognitivo al proceso.
Así, desde esta perspectiva se puede señalar que
son por lo menos tres las razones para que la gente se comprometa con acciones
ambientalmente no responsables: en primer lugar, puede no saber comportarse de
cierta manera. Por ejemplo, puede no saber cómo se aprovecha la basura orgánica
para el compostaje. En segundo lugar, aun sabiendo cómo comportarse, algunas
personas pueden identificar o percibir una o más dificultades o barreras
asociadas con el comportamiento en cuestión. Por ejemplo, se puede pensar que
almacenar basura orgánica cerca de la vivienda puede atraer animales
indeseables o vectores portadores de enfermedades que deben evitarse.
Finalmente, en tercer lugar, la gente –a pesar de saber comportarse de la
manera requerida y de no percibir barrera alguna– simplemente podría considerar
que el persistir con su comportamiento inicial supone mayores ventajas
relativas, como cuando se advierte que hay mayores beneficios al disponer la
basura orgánica de manera usual, porque ello es claramente más fácil y no
supone ninguna molestia.
De estas reflexiones se desprende claramente que
los individuos se inclinan naturalmente por acciones que generan mayores
beneficios y para las cuales
existen menos barreras percibidas; asimismo,
parece lógico esperar que la percepción de estas barreras y beneficios varían
grandemente de sujeto a sujeto y de grupo a grupo. Por último, resulta también
claro que ciertas conductas compiten con otras conductas, lo que significa que
adoptar una puede suponer rechazar otra. Este enfoque, por lo tanto, pone en
juego el concepto de los valores como elementos de mediación de la conducta
ambientalmente responsable.
Esta propuesta conceptual, tiene la ventaja de
llevar implícita una propuesta metodológica orientada hacia la generación de
patrones de conducta pro ambiental, a través de las siguientes estrategias: a)
incrementando los beneficios de la conducta ambientalmente responsable; b)
debilitando las barreras que se oponen a la conducta ambientalmente
responsable; c) debilitando los beneficios asociados a las conductas que
compiten con la conducta ambientalmente responsable; y d) fortaleciendo
aquellas barreras que compiten con la
conducta ambientalmente
responsable.
Actitudes y creencias relacionadas con el medio
ambiente
Otro dominio conceptual relacionado con el enfoque
de la conducta dependiente del medio ambiente establece la necesidad de
estudiar la manera en que ciertas expresiones del comportamiento permiten
predecir formas de interacción del hombre con su entorno. Un ejemplo de ello es
la consideración de las actitudes hacia el medio ambiente.
Entendemos por actitud hacia el medio ambiente al
proceso mediacional que agrupa un conjunto de objetos de pensamiento en una
categoría conceptual capaz de evocar un patrón de respuestas valorativas (Eagly
y Chaiken, 1992). Consiste entonces, en una valoración del contexto natural que
predispone acciones relacionadas con dicho objeto.
La investigación de las actitudes hacia el medio
ambiente se ha ocupado generalmente de cuatro aspectos claramente
identificables: la definición teórica y empírica del concepto, el grado de
implantación del comportamiento pro ambiental en la sociedad, la relación entre
interés por el medio ambiente y el comportamiento responsable y el cambio de
actitudes (Hernández e Hidalgo, 1998). De todos ellos, el que ha merecido mayor
consideración es este último, favorecido por una inusitada proliferación de
instrumentos de medida y por un creciente interés por la medición de actitudes
hacia el medio ambiente.
Al presente, sin embargo, de la revisión de la
producción científica en esta materia, resulta evidente que la exploración de
la relación entre actitud y conducta sigue sin arrojar resultados concluyentes,
pese a que constituye el meollo del estudio de las actitudes, por lo que este
tema deberá en el futuro recibir mayor atención.
Algo parecido acontece con la relación entre
conducta responsable y creencias. Se presume que un sistema de creencias dado
estaría en condiciones de forjar patrones de respuesta particulares tanto a
favor como en contra de la conservación ambiental. Así, un grupo social que
atribuya al entorno natural propiedades sobrenaturales con intencionalidad y
capacidad de castigar o premiar según el comportamiento expresado, muy probablemente
asumirá actitudes respetuosas o responsables.
Las corrientes conocidas como “antropocentrismo” y
“ecocentrismo”, expresan claramente creencias que sitúan al hombre y los grupos
que los soportan, como defensores de un sistema de valores, donde en el primer
caso el ser humano se erige como el centro del universo- so y rey de la creación, lo que condiciona
patrones de conducta que supeditan la
naturaleza a los deseos, intereses y caprichos del
hombre. Por el contrario, el ecocentrismo supone la creencia de que el hombre
hace parte del conjunto natural como uno más de los elementos del ecosistema
sin considerarse por lo tanto, el más importante. En consecuencia, es de
esperar de quienes comparten este sistema de creencias, un comportamiento cualitativamente
diferente. Este es sin duda otra área de trabajo muy poco explorada y que
depara por lo mismo, sorpresas sin límites.
Como pudo verse a lo largo de estas páginas, la
psicología ambiental constituye una interdisciplina llena de promesas conceptuales
y empíricas para quienes están dispuestos a trascender las tradicionales áreas
de conocimiento y aplicación de la psicología e incursionar en el estudio de
relaciones nuevas ofrecidas por otras disciplinas próximas a la nuestra con las
cuales establece la función de interfase.
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Psicología y Medio Ambiente
Si bien es posible encontrar antecedentes conceptuales de
la relación entre psicología y medio ambiente, en la década de los años
cuarenta, en el trabajo pionero de Kurt Lewin (Lewin, 1951) y en el de algunos
de sus discípulos (Barker y Wright, 1955), sus avances teóricos son muy
recientes y datan de sólo hace dos o tres décadas. En este período, hemos
presenciado el advenimiento de una serie de interdisciplinas interesadas en
establecer interfases conceptuales y empíricas entre la psicología y las ciencias
ambientales, principalmente con la ecología. Algunas
de ellas, fértiles
en contribuciones fueron la psicología ambiental, la geografía conductual, la biología social,
la ecología humana, la
ecología conductual, la arquitectura psicológica y la antropología y sociología urbanas.
Ciertamente todas estas interdisciplinas consideran como
objeto de estudio el comportamiento humano en su contexto
físico-social inmediato; sin embargo,
sus enfoques y aproximaciones varían grandemente, y lo hacen no sólo en
atención a la especificidad de las disciplinas que las conforman, sino también
porque ensayan niveles de análisis, escalas y enfoques diferentes.
Tómese como ejemplo el caso de la psicología ambiental –a
la que nos dedicaremos de aquí en adelante–, donde la existencia de dos
aproximaciones o enfoques proporcionan también resultados diferentes. Uno de
estos enfoques enfatiza la variable ambiental como influencia determinante del
comporta- miento, mientras que el otro, analiza más bien los efectos de la
conducta en el medio ambiente
físico y natural.
En ambos casos,
la relación entre
el objeto de la psicología y el medio ambiente es evidente, aunque la naturaleza del dato en
consideración es diferente. El diagrama que se presenta a continuación ilustra
esta distinción.
No pocos autores
han ensayado definiciones de la Psicología Ambiental; Aragonés y
Amérigo (1998) hacen un completo recuento de las más importantes. Todas sin excepción destacan la relación
entre el individuo y su entorno; algunas de ellas enfatizan
exclusivamente relaciones con el entorno físico (Heimstra y McFarling, 1978;
Holahan, 1982; Gifford,
1987), otras incorporan lo social como parte del medio
ambiente (Stokols y Altman, 1987; Veitch y
Arkkelin, 1995), y las menos consideran también al ambiente natural (Bell, Fisher, Baum y Greene, 1996).
Algunas
definiciones enfatizan procesos cognitivos, experienciales y emocionales
(Darley y Gilbert, 1985), mientras que otras recalcan más bien procesos
conductuales, entendiendo conducta desde una perspectiva más inclusiva de los
procesos psicológicos (Holahan, 1982 y Bell, Fisher, Baum y Greene, 1996).
Si bien estas definiciones
presuponen tácitamente una relación de ida y vuelta del individuo con su medio
ambiente (Gilfford, 1982, habla de “transacciones entre individuos y el medio
ambiente” y Darley y Gilbert, 1985, menciona las “influencias interactivas”
entre ambos elementos), ninguna de ellas expresa abiertamente la necesaria
diferenciación que debe hacerse entre conducta determinada y conducta
determinante.
Por ello quizá sea necesario
delimitar ambos dominios de la psicología ambiental, valiéndonos de una
definición que integre todos los elementos constitutivos de la interdisciplina:
De esta manera, la psicología
ambiental debería precisarse como la interdisciplina que se interesa por el
análisis teórico y empírico de las relaciones entre el comportamiento humano y
su entorno físico construido, natural y social. Dichas relaciones pueden asumir
dos modalidades; una que ubica la conducta como efecto de las propiedades
ambientales y otra que la sitúa como causa de las modificaciones de éste.
En tanto interdisciplina, esta
definición enfatiza la necesidad de que la psicología ambiental incorpore los
aportes provenientes de otras disciplinas, particularmente de las ciencias
socio-ambientales (ecología, arquitectura, urbanismo, sociología, diseño, geografía,
etc.). No debe olvidarse que la validez de un objeto teórico de conocimiento
depende de la manera en que puede relacionarse con otros objetos de otras
disciplinas específicas que también se proponen estudiar analíticamente un
segmento de la realidad.
Asimismo, tipifica el medio
ambiente en términos inclusivos, cuidando de no dejar fuera el contexto
natural, dominio en el que el comportamiento humano representa un papel
extraordinariamente importante.
El concepto de relación entre
el comportamiento y el medio ambiente debe merecer una consideración especial.
Aquí concretamente describe una inter- conducta (Kantor, 1959; Ribes y López,
1985) que pone de relieve la interacción misma como objeto de interés primario
de la psicología y que evita la dualidad conducta-ambiente como dos eventos
independientes en transacción mecánica que establece conducta como simple
actividad y ambiente como simple objeto que suscita actividad. Desde esta
perspectiva, la “relación” prevé el concepto de interdependencia entre campos
de relaciones sincrónicas. Por lo tanto, como menciona Willems (1973) la
conducta es una propiedad del sistema más que un atributo del individuo. Y en
la misma dirección Proshansky y colaboradores (1978), afirmaban que existe sólo
un medio ambiente total, del cual el hombre es simplemente un componente en
relación con sus otros componentes. El hombre, nos decía, no existe excepto en
sus relaciones con otros componentes.
La definición considera,
además, que la psicología ambiental debe permitir una aproximación analítica a
su objeto como corresponde a una aproximación científica al estudio de la
relación propuesta. Finalmente, la definición sugerida recalca la diferencia
que existe entre aquellos estudios que exploran la conducta humana como variable
dependiente o como efecto de las características o condiciones ambientales, y
los que la analizan como variable independiente o determinante de procesos
ambientales particulares. Esta distinción expresa, permite a la psicología
ambiental asumir no solamente su rol tradicional (di- seño y planificación
ambientales, uso del espacio, territorialidad, percepción y cognición, etc.,
destacado en la mayoría de los trabajos publicados hasta ahora), sino también
terminar de incursionar en el terreno fértil del estudio de la conducta
ambientalmente responsable al que los investigadores de este campo se asoman
aún muy tímidamente.
Antecedentes de la Psicología Ambiental
Si bien –tal como comentamos al inicio de este
trabajo– existen en las publicaciones de Lewin y algunos de sus colaboradores
más próximos, antecedentes de la preocupación por las relaciones hombre-medio
ambiente, sobre todo relacionadas con el “espacio vital” (ciertamente
vinculadas a la teoría de campo), el término “psicología ambiental” habría sido
utilizado por primera vez por Brunswik (Aragonés y Amérigo, 1998) durante la
década de los años cuarenta, al especular en torno a procesos perceptivos
relacionados con el entorno inmediato de los individuos.
Posteriormente. Una propuesta más articulada surge
con los trabajos de Barker y Wright, bajo el nombre de “psicología ecológica”,
a fines de los años cuarenta. Estos autores brindaron especial atención al
concepto de “contexto conductual” (behavior setting)1 y a la teoría del manning2.
En los Estados Unidos, durante los años sesenta
surgieron varias iniciativas y espacios de discusión sobre los problemas
planteados por la relación conducta-ambiente: congresos y conferencias, como la
llevada a cabo sobre Psicología Arquitectónica y Psiquiatría en 1961en Utah;
publicaciones periódicas como el número monográfico dedicado a cuestiones
ambientales del Journal of Social Issues de 1966; o la conformación de
asociaciones científicas como la Asociación de Investigación para el Diseño
Ambiental (EDRH), en 1968. Asimismo, un año después, se edita el primer número
de la revista Environment and Behavior.
Paralelamente en Europa, particularmente en
Inglaterra, se registraron también una serie de eventos de los que el más
importante sin duda fue la creación de un postgrado de la especialidad en la
Universidad de Surrey.
Posteriormente, durante los años setenta, apareció
la publicación de Proshansky y colaboradores (Proshansky, Ittelson y Rivlin,
1970, primera edición en inglés, traducida al español en 1978 por la Editorial
Trillas de México) –considerada un hito en el desarrollo de la interdisciplina–
recopilando una importante cantidad de trabajos realizados en años precedentes,
bajo el título genérico de Psicología Ambiental. Junto con este trabajo se
conocieron otros no menos importantes de Altman (1975) y Altman y Rogoff
(1987), aportando con reflexiones sobre la relación hombre-medio, a propósito
del creciente deterioro de la calidad ambiental y por lo tanto de la calidad de
la vida en los países desarrollados.
Casi inmediatamente después, la American
Psychological Association (APA), crea su División 34, denominada “Población y
Psicología Ambiental”, con lo que se formaliza en ese país la existencia de
la interdisciplina.
En los primeros años de la década de los ochenta,
se empieza a editar el Journal of Environmental Psychology y posteriormente,
una serie de títulos que actualmente constituyen ya clásicos de la psicología
ambiental. Entre ellos, las publicaciones de Russel y Ward (1982), Holahan
(1986, traducida al es- pañol por Editorial Limusa, 1990), Seagert y Winkel
(1990), Stokols (1995) y Sundstrom y Cols (1996) y particularmente el Manual de
Psicología Ambiental, editado por Stokols y Altman (1987).
Si bien estos antecedentes certifican el proceso
de desarrollo de la psicología ambiental en las últimas décadas, así como la
vitalidad actual de la interdisciplina, dejan al descubierto el énfasis puesto
en la relación medio ambiente-conducta, relegando a un segundo lugar el
análisis y reflexión de aquellos procesos que se centran en la relación
conducta-medio ambiente. El resultado ha sido un evidente déficit de aportes
teóricos y empíricos relativos a la influencia de los patrones de conducta de
individuos, grupos e instituciones sobre el medio físico-natural en el que se
desenvuelven.
Sólo muy recientemente, es posible encontrar
autores cuyo interés se encuentre centrado en lo que ha dado en llamarse la
conducta ambientalmente responsable. En este sentido son interesantes e
invalorables los aportes de Cone y Hayes (1980), el de Suárez (1998), el de
Stern (1992a, 1992b) y los de McKenzie-Mohr y Smith. Estos autores se han
preocupado por aspectos vinculados a la conservación del medio ambiente, a
través de la modificación consistente del comportamiento individual, así como a
través de la consideración de las actitudes, valores, creencias, entre
otros procesos.
A continuación, describiremos brevemente, las
tendencias y los logros más evidentes, patentizados por ambas lógicas de la
psicología ambiental
Influencias medio ambientales en la conducta
En el primer caso, donde la conducta opera como
variable dependiente, los aportes son abundantes y sus representantes han
centrado su atención en el estudio de los determinantes ambientales del
comportamiento nutriendo de esta manera, la orientación ambientalista (casi
siempre en oposición a la innatista) en psicología. La influencia del medio
ambiente en la conducta ha sido expresada con diferentes énfasis, dando lugar
al menos a tres concepciones: el determinismo ambiental, el posibilismo
ambiental y el probabilismo ambiental.
El determinismo ambiental constituye una postura
fatalista, muy popular en el siglo XIX, íntimamente ligada a la teoría
evolucionista y legada por la visión aristotélica del mundo. Esgrimía la idea
de que el clima, el suelo y los recursos naturales ejercían un efecto
definitivo en la conducta humana, dando lugar
al acomodo de algunas concepciones poco serias como el de la
superioridad del habitante de las zonas frías del norte con respecto a la
“indolencia” de los pobladores de las áreas calientes del sur, por ejemplo. El
determinismo se hacía patente al afirmarse que el sólo hecho de vivir en
ciertas latitudes bastaba para que se configure un comportamiento particular.
Los escritos sobre antropogeografía de Ratzel, en los años de 1880 son
especialmente ilustrativos en este sentido. Asimismo, son famosos los estudios
que relacionan las tendencias suicidas con la duración de la luz solar, las
bajas temperaturas y la presión atmosférica, esfuerzos que a la fecha aún no
son concluyentes (Pokorny y Cols, 1963).
El posibilismo ambiental por su parte emerge como
una lógica reacción a los postulados extremos del determinismo. Así esta
postura concibe el ambiente como el medio a través del cual el hombre tiene o
no acceso a las oportunidades para su crecimiento personal. El medio ambiente
establece las limitaciones que el individuo debe vencer equipándose
adecuadamente para ello con suficiente tecnología, capital, destrezas y una
organización eficiente. En este sentido, el posibilismo es una apertura para
fortalecer la doctrina del libre albedrío y más tarde se constituirá en
refuerzo de la visión antropocentrista de la naturaleza.
Finalmente, el probabilismo ambiental postula la
vigencia de leyes que regulan las relaciones entre la conducta y el medio
ambiente; dichas leyes otorgan valor determinante al contexto, dependiendo de
los otros valores que forman parte del complejo situacional. Así, dado un individuo
A, con atributos constitucionales y genéticos a, b y c, que actúa en un
ambiente X, con características d, e y f, y una motivación general M, muy
probablemente (pues nunca hay certidumbre total) se comportará de manera Z
(Porteous, 1977). De hecho, el probabilismo ambiental inaugura una gran dosis
de incertidumbre en relación con el estudio de la conducta de los organismos y
propone disiparla valiéndose del rigor metodológico en un abordaje integral y
sistémico.
Quizá el aporte más influyente a la psicología
ambiental, que toma a la conducta como producto de las condiciones
medioambientales, haya sido el de Proshansky y sus colaboradores (1978).
Aparentemente lo más destacable de este
trabajo habría sido el esfuerzo por entender las influencias físicas y sociales
del contexto circundante del individuo, permitiendo los aportes de otras
disciplinas ajenas a la psicología. A partir de entonces, fueron posibles
relaciones tales como “arquitectura conductual”, “psicología ecológica”, “ecología
conductual”, “diseño ambiental”, etc. establecidas por la contribución de
psicólogos, ingenieros diseñadores, planificadores sociales, ecólogos, arquitectos,
etc., aportando con mayor realidad e integridad al estudio y la solución de los
problemas relacionados con el comportamiento humano.
Ittelson y otros (1974) hacen casi 30 años
destacaba la propiedad integradora y sistémica de esta interdisciplina:
Debería quedar claro que la psicología ambiental
no es una teoría del determinismo. Considera al hombre no como un producto
pasivo de su ambiente sino como un ser orientado hacia metas que actúa sobre su
medio ambiente y al hacerlo recibe
también su influencia. De esta manera, en el intento de cambiar el mundo, el
hombre se cambia a sí mismo. El principio que guía a la psicología ambiental es
el que llamamos de intercambio dinámico entre el hombre y su contexto. La
concepción tradicional de un medio ambiente fijo al que el organismo debe
adaptarse o perecer, es actualmente reemplazado por la visión ecológica que
enfatiza el rol de los organismos de crear su propio ambiente (p. 5).
El diseño ambiental
La modalidad de la psicología ambiental que
focaliza su interés en la conducta ambientalmente determinada ofrece
interesantes avances tecnológicos evidenciados en materia de diseño ambiental,
toda vez que al ser la conducta una función ordenada de las condiciones
ambientales, los arreglos en la con- formación física del contexto inmediato
del comportamiento, lo afectarían para configurarlo en una u otra dirección.
La aplicación sistemática de este principio ha
conducido a los especialistas a conseguir importantes logros en el campo de la
modificación del comportamiento a partir del diseño de espacios físicos como el
de escuelas (Krasner, 1980), hospitales y centros de salud comunitarios (Jeger,
1980), cárceles (McClure, 1980); o en el campo de la planificación urbana
(Porteus,1977).
El diseño ambiental puede entenderse como un área
de estudio y aplicación, preocupada por el estudio de las condiciones
necesarias para iniciar y mantener las actividades humanas, así como para desarrollar
mecanismos de intervención de tales condiciones para generar los cambios
deseados, tanto mediante la manipulación o configuración de estructuras físicas
como a través de la disposición de procesos de solución de problemas y toma de
decisiones. Desde esta perspectiva, medio ambiente se entiende como aquellas
condiciones físicas (incluye el medio natural y el ambiente construido) y
sociales en las que el ser humano se comporta y con las que se relaciona.
Ciertamente, esta propuesta relaciona el diseño
ambiental con los postulados y práctica del análisis del comportamiento, en el
sentido de que diseñar el ambiente puede entenderse también como una manera de
disponer las contingencias físicas y sociales para alterar la probabilidad de
comportarse de una manera en particular. Por ejemplo, nuestra reforma educativa
está promoviendo la construcción de aulas y mobiliario que, a través de una
nueva concepción espacial, permitan el relacionamiento cara a cara de los
alumnos para fomentar una mayor participación e intercambio de experiencias
personales. Ciertamente, las estructuras convencionales de las aulas educativas
determinan las condiciones físicas y sociales para reducir la interacción
social durante el proceso de aprendizaje, situación inadmisible para el proceso
educativo. En este sentido, se asume que una nueva disposición del ambiente
físico traerá como consecuencia la optimización de la conducta académica.
De manera similar Kerpen y Cols. (1976) asumieron
que el ambiente físico constituía en sí mismo un instrumento terapéutico y que
por lo tanto puede ser manipulado para cambiar la naturaleza y distribución del
comportamiento de un hospital psiquiátrico. De esta manera demostraron que el
ambiente físico puede generar nuevos patrones de actividad orientados a estructurar
las interacciones adaptativas entre personas. De la experiencia en el diseño de
espacios terapéuticos, surgieron las siguientes categorías de análisis:
Identidad/privacidad: que destaca la
individualidad y la territorialidad como necesidades humanas básicas y que
obliga a distinguir entre los espacios personales y grupales.
Trabajo/recreación/descanso: los pacientes deben
alternar entre ambientes de juego o distensión y trabajo que favorezcan su
autoexpresión. Esta diferenciación contraviene las condiciones que prevalecen
en instituciones totales.
Estética. Los usos creativos de la forma, el
espacio, la escala, el color y la textura, favorecen los ambientes estimulantes
y acogedores.
Seguridad. Los requerimientos de seguridad
dependen tanto de la calidad de la respuesta humana como de las condiciones
arquitectónicas. Todo contexto terapéutico necesita de espacios o áreas
destinadas a la seguridad de pacientes y personal especializado.
Existen también antecedentes sobre la manipulación
intencionada de elementos físicos del ambiente (iluminación, color del
contexto, ruido, temperatura y disposición espacial) con el propósito de
optimizar el comportamiento laboral y mejorar los niveles de productividad de
los empleados. Los resultados de este tipo de estudios se han utilizado en la
formulación de normas de diseño para ambientes construidos. En este sentido,
son pertinentes los trabajos de Boyce (1975), con relación a las influencias de
la luminosidad sobre el rendimiento; el de Cohen y Weinstein (1981), referido a
los efectos del ruido sobre el trabajo; el de Azer, McNall y Leung (1972),
relacionando temperatura ambiente y ejecución laboral; y el de McCormick (1976)
que explora los efectos de la disposición espacial del contexto construido.
Finalmente, quizá sea interesante añadir que, con
el propósito de llevar a cabo mediciones precisas del rendimiento en ambientes
físicos, se ha desarrollado el método de la elaboración de los “mapas conductuales”.
Itelson, Rivlin y Proshansky (1976) aplicaron este procedimiento para
determinar la densidad de ciertas conductas emitidas por diferentes individuos
en determinados espacios físicos. Dicho procedimiento consiste en registrar el
número de individuos que manifiestan una conducta determinada en cada sub-área
ambiental. Previamente se elabora una lista de categorías conductuales que
cubren la mayor parte de las conductas que se manifiestan en el contexto que se
estudia. Además de anotar el comportamiento, el observador registra la
ubicación específica del sujeto en el ambiente, en cada intervalo de observación.
La información que se obtiene con este procedimiento
puede utilizarse de diferentes maneras. Así, por ejemplo, el estudio de los
flujos de compradores en los supermercados, llevó a determinar las áreas de
mayor circulación o convergencia, lo que posibilitó tomar decisiones de
mercadeo de productos. Por otro lado, los estudios de flujo vehicular suelen
permitir tomar medidas para descongestionar el tráfico de motorizados en
ciertas horas pico.
Cogniciones ambientales
Uno de los temas más difundidos relativos al estudio
de la psicología ambiental, desde la óptica de la causalidad contextual, es la
cognición. Por cognición ambiental debemos entender los conocimientos,
imágenes, información, impresiones, significados y creencias que los individuos
y grupos desarrollan acerca de los aspectos estructurales, funcionales y
simbólicos de los ambientes físicos, sociales, culturales, económicos y
políticos (Moore y Golledge, 1976, citado por Aragonés, 1998).
Ciertamente, esta definición apunta a la noción de
“mapas cognitivos”, término acuñado por Tolman a propósito de sus trabajos de
aprendizaje con sujetos infra- humanos y utilizado ampliamente por Lynch (1960)
en el estudio de la imagen social de las ciudades. En psicología ambiental, un
mapa cognitivo es un constructo que refleja procesos que explican la
adquisición, almacenamiento, codificación, recuperación y manejo de la
información proveniente del ambiente físico y de su estructura espacial; constituye
un marco de referencia ambiental.
Los mapas cognitivos han sido muy utilizados para
estudiar las representaciones urbanas, su configuración espacial y estructura,
tal como son percibidas por los individuos (distintividad, visibilidad, uso y
significado simbólico), así como la orientación durante el desplazamiento.
Si bien aún no existe conocimiento completo acerca
de la naturaleza de los procesos cognoscitivos comprendidos en la elaboración
de los mapas cognitivos ni sobre su ajuste o modificación en el tiempo y sobre
la base de la experiencia, los investigadores han podido llegar a precisar
algunas influencias interesantes. Por ejemplo, los estilos de vida de la gente,
el grado de familiaridad, la condición social, el grado de participación en actividades
comunitarias y las diferencias de género parecen influir diferencialmente sobre
la percepción del espacio que habitan.
Emoción y medio ambiente
Otro tema que ha ocupado a los psicólogos ambientales tiene que ver con la
experiencia emocional del ambiente (Corraliza, 1998), es decir
el estudio de aquellos procesos a través
de los cuales
el espacio físico
adquiere significado para el individuo (qué es para una persona
un lugar determinado). El análisis del significado supone una valoración personal del ambiente, aspecto íntimamente relacionado con la
experiencia emocional. Así, el estudio del significado tiene como marco de
referencia el análisis de los patrones perceptivos que desencadenan respuestas
emocionales con respecto a un contexto físico determinado. Un ejemplo típico es
la reacción de temor que suscita el encontrarse en espacios urbanos que permiten
la lectura de señales de alta actividad delincuencial.
Autores como Russell, Ward y Pratt (1981),
estudiaron una serie de descriptores-indica- dores afectivos asociados al medio
ambiente, sobre la base del diferencial semántico. Los resultados muestran la
posibilidad de establecer perfiles afectivos de los estímulos ambientales,
utilizando factores tales como: agrado, activación, impacto y control. La
información producida por estos estudios tiene una utilidad potencial en el
marco del trabajo que actualmente se despliega para explicar la conducta
ambientalmente responsable o las actitudes pro ambientales.
Otras fuentes importantes de información sobre
aspectos emocionales asocia- dos al medio ambiente constituyen los estudios
sobre estrés ambiental producido por el exceso de estimulación física como el
ruido o las aglomeraciones, por ejemplo (Cohen, Evans, Krantz y Stokols, 1980)
Territorialidad
Si bien el estudio de la territorialidad ha sido
principalmente alentado desde las corrientes etológicas que se aproximaron con
mayor soltura a la consideración de la conducta animal y sus determinantes
biológicos-instintivos, este fenómeno dista mucho de ser únicamente una
expresión de las especies más elementales. Es absolutamente evidente la
manifestación de la territorialidad en el hombre, la misma que se expresa como
una forma de ejercer control tanto sobre el contexto físico-natural inmediato,
como sobre el espacio simbólico- convencional que establece el individuo. El
primero es objetivo, mientras que el segundo resulta más arbitrario.
De esta manera, el territorio puede ser tanto una
vivienda o un bosque tropical, como una actividad que se asume como
jurisdicción, sobre la que se sienta un derecho de ejercicio exclusivo en un
contexto particular; por ejemplo, el ejercicio de la medicina es un territorio
vedado para otros profesionales no médicos.
La territorialidad se fundamenta en la provisión
de seguridad para la supervivencia (seguridad material y psicológica), e
identidad (en sentido de búsqueda de individuación: la pregunta “¿quién eres?”,
a menudo significa “¿de dónde provienes?”) de la persona o el grupo. Por lo
tanto, el concepto de territorio se encuentra asociado a las nociones de
defensa y personalización, ambos considerados mecanismos de control territorial
(Altman, 1970).
Es interesante advertir cómo la territorialidad
constituye materia de interés de la psicología ambiental, toda vez que un
ambiente físico construido, natural o simbólico considerado como territorio,
puede llegar a tener influencia directa en la configuración del comportamiento
humano. Por ejemplo, el territorio contribuye al desarrollo de la identidad
personal, social, cultural y a la gama de manifestaciones humanas de ella
derivadas. Asimismo, el territorio permite la conducta gregaria de quienes lo
comparten y evoca acciones de integración, solidaridad, pertenencia y defensa
militante ante cualquier amenaza actual o potencial. En consecuencia, el
territorio es capaz de generar comportamiento comunitario, organización social
y fortalece los roles socioculturales de quienes lo asumen como propio.
Ciertamente, el estudio de la territorialidad se
muestra fecundo para dilucidar la naturaleza del comportamiento ambientalmente
determinado y por lo mismo para reforzar el campo del diseño ambiental.
Influencias conductuales sobre el medio ambiente
El otro gran capítulo de la psicología ambiental
tiene que ver con el estudio de las relaciones conducta-medio ambiente, tomando
aquella como determinante de los efectos ambientales; es decir, con el análisis
de las repercusiones ambientales del ejercicio de la conducta sobre éste. En
dicho contexto, la variable ambiental resulta dependiente del comportamiento,
el mismo que queda definido a partir de sus consecuencias sobre el entorno
natural.
Por lo tanto, es posible identificar dos clases de
conducta: conducta protectora, responsable o pro-ambiental y conducta
destructiva, irresponsable o degradante. Ambas se definen por sus efectos
contextuales. Pertenecen a la primera clase, todo comportamiento encaminado a
aliviar o solucionar problemas ambientales que caen en alguna de las siguientes
categorías: estéticos, de salud y de manejo sostenible de los recursos
naturales. Por otra parte, pertenecen a la segunda clase, las conductas que
atentan o agudizan los problemas referidos a los mismos aspectos arriba
señalados. Ejemplos de dichas conductas son la alteración del paisaje, toda
acción que contamina el suelo, el aire, el agua y que atenta contra la vida de
plantas y animales; y todo comportamiento que como consecuencia propicia la
degradación de los recursos naturales, como aquellos patrones pro- ductivos o
tecnológicos ambientalmente poco adecuados.
Conducta ambientalmente responsable
Si bien los aportes teórico-conceptuales y
empíricos en relación con esta aproximación de la psicología ambiental no son
tan abundantes como los que se pueden encontrar en el estudio de las relaciones
medio ambiente-conducta, existen actualmente contribuciones muy relevantes. Un
ejemplo de ellas es la publicación de Cone y Hayes (1980), orientado
principalmente al tratamiento de las alternativas tecnológicas (ingeniería
conductual) para la solución de problemas bien conocidos del espacio ambiental.
Estos autores señalan que la conducta ambientalmente destructiva sobreviene
cuando el individuo se involucra en comportamientos que, si bien tienen
consecuencias reforzantes a corto plazo, generan consecuencias colectivamente
punitivas a largo plazo. Así, por ejemplo, el uso excesivo de la calefacción
produce consecuencias inmediatas relacionadas con la obtención del calor y la
eliminación del frío en la vivienda; no obstante, a largo plazo, el uso
excesivo de calentadores aumenta la emisión de gases de invernadero que
contribuyen al calentamiento de la atmósfera.
El razonamiento tiene una impecable lógica
descriptiva; sin embargo, en el plano explicativo este análisis deja algunas
interrogantes, pues existen razones para dudar que las consecuencias punitivas,
que pueden darse lugar de manera tan remota con respecto al comportamiento que
las genera, puedan adquirir influencia sobre un comportamiento alternativo. En
otras palabras, la sola promesa de una lejana debacle ambiental tiene problemas
para gobernar la conducta ambientalmente responsable en el momento actual. La
razón harto conocida es que existe una lógica dificultad (aunque no una lógica
imposibilidad) de “enlazar contingencialmente” lo que se hace ahora con lo que
el hacerlo produce al cabo de digamos, diez o veinte años.
Por lo tanto, parecería necesario explicar tanto
el comportamiento protectivo como el destructivo, acudiendo a circunstancias
que se encuentran inmersas en el contexto y la experiencia inmediatas del
individuo. En efecto, si uno elige apagar la calefacción de su vivienda, con el
argumento de que ello tendrá con- secuencias positivas sobre el medio ambiente,
no podemos asumir que dicha elección esté bajo el control de contingencias
naturales tan remotas como la que emerge de la promesa de una adecuada calidad
ambiental en los próximos años. La conducta en cuestión no puede ser explicada
a partir de un efecto indirecto que sólo podrá constatarse al cabo de mucho
tiempo de haberse emitido. La regulación del consumo energético, para reducir o
evitar consecuencias remotas sobre el calentamiento planetario, tiene que ser
más bien analizada a partir de las consecuencias inmediatas que este comportamiento
genera.
Sería más lógico sostener que dicho comportamiento
responsable se encuentra bajo el control de contingencias actuales de otra
índole; por ejemplo, la íntima satisfacción de saberse solidario y coherente
con sus convicciones ambientalistas, el sentimiento actual que acompaña al
convencimiento de haber contribuido a lograr una atmósfera más limpia y sana
para todos, el haber eludido el juicio crítico de su grupo social próximo, o
simplemente la reducción de la cuenta por concepto de consumo energético, etc.
La experiencia nos ha enseñado el valor de los
eventos contextuales en la explicación de la vigencia de ciertos patrones de
conducta. Así, es posible que el comportamiento de ahorro de energía pueda
deberse también a la presencia de señales que surgen de la “lectura” del medio
ambiente inmediato. De esta manera, para algunas personas, encender la chimenea
en un medio cuya atmósfera se encuentra altamente contaminada, es ciertamente
menos probable que hacerlo allí donde el impacto ambiental de dicha conducta
sea menor o menos evidente. Asimismo, un ambiente sucio parece “dar licencia”
para arrojar basura; por el contrario, un ambiente limpio e impecable generalmente
restringe todo comportamiento encaminado a ensuciarlo.
No obstante, esta “lectura” sólo es posible para
quienes estuvieron expuestos a ciertas experiencias con la contaminación
atmosférica; es decir, quienes la sufrieron en carne propia o quienes tuvieron
acceso a información concreta sobre la relación “quema de leña-emisión de gases
de CO2-efecto invernadero-calentamiento global-calidad de vida”.
En algunos casos, es también posible que las
normas (como eventos discriminativos), representen un papel importante en la
explicación del comportamiento ambientalmente responsable, en virtud de su
relación funcional con sanciones o incentivos. De esta manera, alguien puede
privarse de quemar leña en observancia a una disposición municipal, aún sin
entender las razones de dicha norma y en ausencia de cualquier convicción ambientalista
que gobierne sus decisiones en materia de manejo de la energía domiciliaria.
Recientemente, algunos autores (McKenzie-Mohr y
Smith, 1999) han propuesto que la presencia o ausencia del comportamiento
ambientalmente relevante, debe explicarse a partir del efecto suscitado por
otras conductas que ejercen funciones que las facilitan o interfieren. En este
caso, la persona hace una valoración de la conveniencia de involucrarse o no
con acciones protectoras o poco responsables –según sea el caso– auscultando el
valor personal que éstas puedan representarle. Por ejemplo, la elección de
movilizarse en transporte público para llegar al trabajo, en lugar de utilizar
el automóvil propio (que sabemos es una opción ambientalmente relevante), puede
competir (y sucumbir) con el convencimiento de que el viaje en autobús demanda
excesivo tiempo y que éste puede ser mejor capitalizado en compañía de la
familia.
Por otra parte, la idea de recuperar los envases
vacíos de aluminio puede verse fortalecida por la perspectiva de su venta y por
la consecuente obtención de un beneficio pecuniario.
Aquí, como en el caso anterior, el análisis pasa
por la consideración de las consecuencias de comportarse de una u otra manera.
Sin embargo, la diferencia estriba en que, en este enfoque, se pone especial
énfasis en la valoración de dichas consecuencias y en la respectiva toma de
decisiones, lo que añade un componente cognitivo al proceso.
Así, desde esta perspectiva se puede señalar que
son por lo menos tres las razones para que la gente se comprometa con acciones
ambientalmente no responsables: en primer lugar, puede no saber comportarse de
cierta manera. Por ejemplo, puede no saber cómo se aprovecha la basura orgánica
para el compostaje. En segundo lugar, aun sabiendo cómo comportarse, algunas
personas pueden identificar o percibir una o más dificultades o barreras
asociadas con el comportamiento en cuestión. Por ejemplo, se puede pensar que
almacenar basura orgánica cerca de la vivienda puede atraer animales
indeseables o vectores portadores de enfermedades que deben evitarse.
Finalmente, en tercer lugar, la gente –a pesar de saber comportarse de la
manera requerida y de no percibir barrera alguna– simplemente podría considerar
que el persistir con su comportamiento inicial supone mayores ventajas
relativas, como cuando se advierte que hay mayores beneficios al disponer la
basura orgánica de manera usual, porque ello es claramente más fácil y no
supone ninguna molestia.
De estas reflexiones se desprende claramente que
los individuos se inclinan naturalmente por acciones que generan mayores
beneficios y para las cuales
existen menos barreras percibidas; asimismo,
parece lógico esperar que la percepción de estas barreras y beneficios varían
grandemente de sujeto a sujeto y de grupo a grupo. Por último, resulta también
claro que ciertas conductas compiten con otras conductas, lo que significa que
adoptar una puede suponer rechazar otra. Este enfoque, por lo tanto, pone en
juego el concepto de los valores como elementos de mediación de la conducta
ambientalmente responsable.
Esta propuesta conceptual, tiene la ventaja de
llevar implícita una propuesta metodológica orientada hacia la generación de
patrones de conducta pro ambiental, a través de las siguientes estrategias: a)
incrementando los beneficios de la conducta ambientalmente responsable; b)
debilitando las barreras que se oponen a la conducta ambientalmente
responsable; c) debilitando los beneficios asociados a las conductas que
compiten con la conducta ambientalmente responsable; y d) fortaleciendo
aquellas barreras que compiten con la
conducta ambientalmente
responsable.
Actitudes y creencias relacionadas con el medio
ambiente
Otro dominio conceptual relacionado con el enfoque
de la conducta dependiente del medio ambiente establece la necesidad de
estudiar la manera en que ciertas expresiones del comportamiento permiten
predecir formas de interacción del hombre con su entorno. Un ejemplo de ello es
la consideración de las actitudes hacia el medio ambiente.
Entendemos por actitud hacia el medio ambiente al
proceso mediacional que agrupa un conjunto de objetos de pensamiento en una
categoría conceptual capaz de evocar un patrón de respuestas valorativas (Eagly
y Chaiken, 1992). Consiste entonces, en una valoración del contexto natural que
predispone acciones relacionadas con dicho objeto.
La investigación de las actitudes hacia el medio
ambiente se ha ocupado generalmente de cuatro aspectos claramente
identificables: la definición teórica y empírica del concepto, el grado de
implantación del comportamiento pro ambiental en la sociedad, la relación entre
interés por el medio ambiente y el comportamiento responsable y el cambio de
actitudes (Hernández e Hidalgo, 1998). De todos ellos, el que ha merecido mayor
consideración es este último, favorecido por una inusitada proliferación de
instrumentos de medida y por un creciente interés por la medición de actitudes
hacia el medio ambiente.
Al presente, sin embargo, de la revisión de la
producción científica en esta materia, resulta evidente que la exploración de
la relación entre actitud y conducta sigue sin arrojar resultados concluyentes,
pese a que constituye el meollo del estudio de las actitudes, por lo que este
tema deberá en el futuro recibir mayor atención.
Algo parecido acontece con la relación entre
conducta responsable y creencias. Se presume que un sistema de creencias dado
estaría en condiciones de forjar patrones de respuesta particulares tanto a
favor como en contra de la conservación ambiental. Así, un grupo social que
atribuya al entorno natural propiedades sobrenaturales con intencionalidad y
capacidad de castigar o premiar según el comportamiento expresado, muy probablemente
asumirá actitudes respetuosas o responsables.
Las corrientes conocidas como “antropocentrismo” y
“ecocentrismo”, expresan claramente creencias que sitúan al hombre y los grupos
que los soportan, como defensores de un sistema de valores, donde en el primer
caso el ser humano se erige como el centro del universo- so y rey de la creación, lo que condiciona
patrones de conducta que supeditan la
naturaleza a los deseos, intereses y caprichos del
hombre. Por el contrario, el ecocentrismo supone la creencia de que el hombre
hace parte del conjunto natural como uno más de los elementos del ecosistema
sin considerarse por lo tanto, el más importante. En consecuencia, es de
esperar de quienes comparten este sistema de creencias, un comportamiento cualitativamente
diferente. Este es sin duda otra área de trabajo muy poco explorada y que
depara por lo mismo, sorpresas sin límites.
Como pudo verse a lo largo de estas páginas, la
psicología ambiental constituye una interdisciplina llena de promesas conceptuales
y empíricas para quienes están dispuestos a trascender las tradicionales áreas
de conocimiento y aplicación de la psicología e incursionar en el estudio de
relaciones nuevas ofrecidas por otras disciplinas próximas a la nuestra con las
cuales establece la función de interfase.
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